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En nuestra Escuela de Arquitectura, a finales de los setenta, las asignaturas de Proyectos eran las que nos daba las mayores alegrías y los más terribles pesares. Estructuradas en tres cursos a partir del tercer año, más el Proyecto Final de Carrera como colofón, nos deslumbraban, las amábamos y nos mataban.
En la mitología académica esta mágica triada, con su aura de prestigio y enjundia, sobrevolaba mayestáticamente sobre el resto de las otras materias. Todos sabíamos que eran la reina-madre del programa docente y que su conocimiento sería el embrión fundamental de nuestro aprendizaje.
Lo habitual, salvo para los elegidos, era el acceder lenta y difusamente a la comprensión y el conocimiento de lo que significaba proyectar. Mi caso no fue una excepción y solo cuando llegué a los últimos cursos comencé a tener una ligera consciencia de ello. Y eso que siempre aprobé estas asignaturas a la primera, excepto en Proyectos II donde, como ya he contado en otro articulo, me cascaron un 4,75 por no poner suficientes armarios en las viviendas proyectadas. Este era el nivel. (Véase en este blog el articulo “Elogio del armario, del pasillo y del recibidor”).
Por que, ¿Cómo aprender a proyectar?.
Nuestra juvenil impaciencia, ansiosa de resultados instantáneos, junto a la habitual inexperiencia en que vegetábamos y el mejorable bagaje cultural, aun en ciernes, con que muchos llegábamos a la Escuela, difícilmente casaban, es más, claramente chirriaban, al confrontarse con esta disciplina que demanda, entre otras capacidades, una manifiesta cultura artística y técnica, grandes dosis de análisis y de síntesis y, además de acumulada experiencia, holgados tiempos de reflexión y maduración, cuestiones estas que solo podían adquirirse muy parcialmente en los cortos y apresurados años de nuestro paso por la Escuela.
A esta tarea tampoco ayudaban muchos de los vicios docentes de la época y a los cuales nuestra Escuela no era ajena. Trufada de las contradicciones estructurales propias del sistema convivían, amalgamados, rescoldos de pasados comportamientos autoritarios, heredados de la etapa política anterior, y la frecuente confusión de roles en buena parte del alumnado y hasta del cuerpo docente (se tenia a gala el ser todos colegas por aquel entonces).
En cuestiones internas se producían sucesos de mayor calado tales como las desvergonzadas practicas endogámicas, por familias y asignaturas, o las valiosas perdidas de profesores de gran talento y criterio, tras trayectorias azarosas con abandonos o ceses, ninguneados o relegados por tristes razones burocráticas, luchas internas, o por su no pertenencia a la oportuna capilla de intereses académicos-personales. Y en otras cuestiones era habitual, incomprensible y fácilmente reparable, la ingrata descoordinación entre los contenidos de materias, troncales o auxiliares, y sus imposibles calendarios.
Todo esto, obviamente, también se reflejaba y percibía en el Departamento de Proyectos Arquitectónicos de aquel entonces.
A pesar de ello, la ilusión y la perseverancia nos mostraban algunas claves para abordar la maravillosa tarea del proyectar : analizar y sintetizar con rigor y sensatez, no perder de vista la historia y husmear el futuro, seguir estrechamente a los maestros y aprender de sus rebeldías, o trasegar con un sin fin de dibujos y bocetos, muchos con destino final en la papelera tras largas horas de reflexión sobre el tablero y bajo el viejo flexo. Estas eran las armas con las que uno debía contar
Aun sabiendo de la necesidad de estos menesteres, muchos ni a la primera, ni a la segunda ni a la tercera conseguíamos fácilmente despegar y manejar las innumerables variables del complicado universo de la teoría y la practica de la ideación. En los periodos de extravío proyectual afloraba la desazón y la autoestima rodaba por los suelos.
En compensación, cuando, tras jornadas plagadas de dudas uno creía avistar en el horizonte, entre tantos trazos y borrones gráficos y mentales, un retazo de posibilidad en su puzle compositivo y, además, podía sustentarlo con cierta carga teórica robada apresuradamente de alguna publicación, la dicha era inexplicable. Todavía no éramos muy conscientes que proyectar una vivienda, un colegio o un cementerio era una continua reflexión sobre la personas y sus vidas.
Como conclusión existencial se intuía que, tanto con el auxilio del profesorado o sin el, cada uno tendría que recorrer su solitaria y personal travesía en esto del proyectar y, entre luces y sombras, buscar, intuir y tal vez encontrar. Y también se presentía que este ejercicio no terminaría cuando, finalizados los estudios, colgáramos nuestra placa en el portal. Sería, seguramente, un largo viaje de muchos años.