Cuando aterricé en el Poli de Valencia, a mediados de los años setenta, me dijeron que la carrera de Aquitectura, al igual que el resto de las impartidas en las otras escuelas (ingenierías y otras bagatelas técnicas) formaba parte de un ambicioso plan piloto docente. O algo así.
Solo cuando comenzaron las clases comprendí que aquello realmente si tenia algo especial y que los alumnos no solo éramos los conejillos de indias del experimento en cuestión sino, también, pura carne de cañón del famoso plan preconcebido, claramente, para el aniquilamiento mental e incubación de la más genuina paranoia en todo aquel que pasara por allí.
El nombre del insigne Rector que en aquellos años, conducía y tragaba con este disparate no merece la pena ni el reseñarse. Aunque si lo recuerdo perfectamente así como sus serviles tragaderas con el poder establecido.
El plan de estudios de la Universidad Politécnica de Valencia (el Poli para los iniciados) se basaba, junto a otras infantiles normas, en un esperpéntico sistema de evaluación y en una fatua programación con pretenciosas reminiscencias de algún conocido campus internacional.
La denominación oficial del maldito programa piloto ni la recuerdo. Vulgarmente se le conocía con el descriptivo "por semestres" pues, como el sagaz lector ya habrá deducido, este era el desarrollo cronológico de los estudios en las carreras impartidas.
Se podía pensar ingenuamente que eso de los "semestres" era, una vez más, solo ganas de complicar las cosas, cambiando unos nombres por otros para que al final resultara siempre lo mismo, costumbre esta muy querida por nuestras imaginativas autoridades.
Como prueba del débil rigor de la propuesta, la primera y tonta paradoja consistía en que no eran realmente semestres, sino cuatrimestres y tres cuartos, "quintumestres" y medio, o lo que saliera, todo ello según las auroras boreales, los calendarios festivos, los equinoccios solares o desconocidas circunstancias aplicables según el año escolar en cuestión.
Cada semestre tenia entre cinco y seis asignaturas, y a veces, alguna más. Para obtener el titulo se debía transitar por diez semestres, teóricamente a razón de dos por año, lo que suponía un total de cinco años de docencia (y uno más de Proyecto Final de Curso en Arquitectura).
El primer semestre era común para todos los matriculados independientemente de cual fuera su carrera a estudiar. Nos juntaban pues, en unas aulas calurosas y sin ventanas, con los grises señoritos de caminos y con los aspirantes a telecomunicaciones o ingenierías de otros rangos. O sea, pasar un primer semestre con los ingenieretes y luego a seguir por las sendas del arte. O eso creiamos.
Pero la singularidad del macabro sistema residía en el régimen establecido para pasar de un semestre a otro y que consistía en que para ello se debían aprobar todas las asignaturas a la vez. De no ser así se repetía todo el semestre en cuestión y tanto las asignaturas aprobadas como las suspendidas, se volvían a cursar ( y a examinar).
Entonces comprobabas que aquella programación era como ir subido en una montaña rusa o como el pretender domar las insumisas teclas de un piano. Podía pasar, y pasaba, que en un semestre aprobaras tres o cuatro asignaturas y suspendieras una y al repetirlo todo otra vez, podía suceder y sucedía, el suspender entonces alguna de las asignaturas que ya aprobaste y aprobar la suspendida, por lo que aquel maldito sudoku no se dejaba completar fácilmente y tenias que volver de nuevo a la línea de salida y repetir el semestre con todas las asignaturas.
Este sistema era fuente de sólidos desequilibrios mentales en el personal y de una avanzada y creciente desesperación colectiva.
En este cruel desquiciamiento, el juego preferido consistía en calcular cuantos semestres necesitaría uno para acabar la carrera. Visto lo visto, una posibilidad muy admitida por la mayoría era la de repetir cada semestre una sola vez con lo que calculabas necesarios diez años. Esto ya se consideraba como un éxito. Si se te complicaba la cosa, como el no aprobar el semestre completo a la segunda o a la tercera, las combinaciones de los años necesarios para finalizar la carrera daban cifras de infarto.
Pero como la previsora máquina infernal implantada solo permitía repetir cinco veces un semestre (cuatro más uno de gracia, y a la quinta el obstinado repetidor iba directamente a la calle) siempre nos quedaba la esperanza de que más de cincuenta años no se emplearían en titularte (más uno de PFC en Arquitectura).
Otro síntoma inmediato era el desconcierto existencial en que gran parte del alumnado se sumergía.
Si bien el nivel de exigencia de conocimientos era ciertamente alto y buena parte de los alumnos llegaban al Poli arropados con un bagaje académico colmado de medallas y matriculas, la tan injusta repetición de los semestres, y la asunción del continuo fracaso asociado a ello como cuestión inevitable y casi corriente, incluso entre los más pretéritos laureados, provocaba paulatinamente en todo quisqui el derrumbe personal de la autoestima y la perdida de cualquier referencia lógica de razonamiento.
Para los que poseíamos menores oropeles académicos anteriores, y más baqueteados en el fracaso, naturalmente tampoco había indulgencia alguna y éramos carne de cañón asegurada. Solo nos quedaba, como consolación, comprobar que uno no era el único damnificado en tanta repetición semestral.
Así pues, aprobar todas las asignaturas al mismo tiempo era cuestión vital aunque minoritaria y escasa sobre todo en los primeros semestres. Cuando yo estuve por allí el promedio de los que sacaban el bingo completo a la primera no superaba los diez o doce casos (en aulas con mas de un largo centenar de alumnos) lo que suponía continuados y exponenciales embotellamientos de repetidores frustrados y/o consiguientes y repentinos abandonos in situ.
Aquellos que pasaban triunfalmente de uno a otro semestre y en tiempos récords (algunos elegidos incluso los consiguieron todos de tacada) sobrevolaban aúlicamente sobre el maremagnun de tanto talento escocido y desperdiciado. Lo triste era que, con todo este dislate, tipos con gran sensibilidad y aptitudes para la Arquitectura quedaban asfixiados y perdidos en el camino. Los que éramos más de la gleba intelectual mirábamos todo esto atónitos e incubando una gran desazón y un picor mental inenarrable.
Solo una fugaz lucecilla se vislumbraba en este macabro horizonte. Según nos contaban los veteranos, conforme se ascendía por los semestres, tras las normales escabechinas en los primeros, la cosa tomaba visos más digeribles y hasta algún honesto profesor te guardaba, un poco a escondidas, la nota aprobada hasta que te llegaran mejores tiempos y pudieras completar todas las casillas del crucigrama a la vez (aunque el semestre siempre lo repetías). Por lo tanto, otra premisa para que las pulsaciones se estabilizaran, era el llegar cuanto antes a los últimos semestres.
Si aquel sistema pretendía establecer una especie de casta intelectual superior de tecnócratas, o sembrar latentes e inhumanos principios de competencia, en realidad conseguía todo lo contrario. Hermanados en los semestres repetidos, los alumnos entrabamos en una especie de nirvana colectiva y nihilista que relativizaba los asuntos de aquella vacía existencia y nos embarcaba en un proceso de inhibición y de jocosas y peregrinas actitudes (en algunos parecía como si se estuvieran fumando un porro permanentemente).
Además, el daño colateral y donde si triunfaba la mano negra del poder del rector y sus secuaces del régimen, era en la vacuidad ideológica existente y en la que se vegetaba. En el Poli que yo conocí no existía ningún tipo de inquietud política, ni reivindicaciones solidarias con el mundo exterior, ni nada que se le pareciese. Mientras que en las facultades de la otra Universidad local (la Literaria) las trifulcas eran constantes y los amigos allí estudiantes nos relataban continuos sucesos de oposición a todo lo establecido, en el Poli nunca pasaba nada. Alienados con la obsesión del odiado semestre nos tenían sin cuidado el resto de las cosas. Nosotros no eramos de este mundo.
La única acción beligerante que recuerdo fue la oposición al pase de lista diario. Porque en el Poli se pasaba lista diariamente al comienzo de cada clase (como en los colegios de monjas) y a las veinte faltas, asignatura suspendida y semestre a repetir.
Pero armados de un desconocido valor se planteó la inocente actitud contestataria consistente en no responder cuando el profesor de turno leía nuestro nombre (como se observa, una gran idea para tanto talento acumulado). Aquel derroche de osadía fue recordado durante mucho tiempo entre los grupúsculos más belicistas.
Al final, no se como, se logró ganar el pulso. Y lo más positivo de aquella charada fue el ver como más de algún profesor, y cómplice vergonzante del sistema, quedaba retratado como lo que era. Recuerdo, en particular, a un hipócrita mamarracho que daba Cálculo Infinetisemal y al que llamábamos "La Faraona" por razones obvias de su parecido con Lola Flores. La Faraona, al finalizar la incontestada letanía de apellidos, cinicamente comentaba ante la clase abarrotada, que : "puesto que nadie contestaba sería porque no había nadie en clase y por lo tanto, ante la general ausencia del alumnado, solo cabía el marcharse", cosa que hacia sin la menor vergüenza.
Otro punto importante eran los recursos logísticos. Además de las neuronas propias, y de otras de recambio obligatoriamente a llevar en el kit de supervivencia, para la asistencia diaria a clase se debía disponer de un mínimo nivel de resistencia física dado que las jornadas docentes comprendían seis horas ininterrumpidas y puntualísimas de clases de 8.00 a 14.00, o de 16.00 a 22.00 h., sin ningún descanso intermedio.
Nunca se supo, bedel incluido, cual era o si existía un momento de descanso o del almuerzo por lo que cada uno lo improvisaba según su nivel de desmayo bien en el mínimo entreacto del cambio de asignatura con alta posibilidad de atragantamiento (máximo dos o tres minutos), o en forma más desinhibida y mayoritariamente compartida, en la misma clase mientras se iban tomando notas. Logaritmos con sanwich de mortadela y bocata de tortilla con croquizado de pilastra jónica. Aquello era como una merienda en tarde toros engullendo y disfrutando del espectáculo de la pizarra. Algún tímido, o pudoroso, ayunó eternamente.
La otra cuestión, y de gran calado, era la vuelta a casa de los estudiantes del turno de tarde. En aquellos años el Poli, aún en embrión y aislado del casco urbano, era una isla perdida prácticamente en medio de la huerta. El que su dirección postal fuera "La Senda de Vera" no era ninguna metáfora.
Así que al terminar las clases, pasadas más de las diez de la noche, y dado que todos no cabíamos en los coches y motos de los amigos más pudientes (los autobuses ni existían), los estudiantes despistados y huérfanos de transporte tenían que regresar a la civilización de la ciudad por los arrabales huertanos, miseramente iluminados, y sorteando no solo los accidentes geográficos como acequias y sembrados varios, sino también los actos no amigables de otros individuos, que obviamente no eran estudiantes sino amigos de lo ajeno, y que esperaban, agazapados, bajo el puente de la autopista A-7.
Tras las experiencias desafortunadas, y ampliamente debatidas entre los viandantes candidatos al capón y al robo, se organizaron para estas tardías y solitarias vueltas nocturnas unas unidades, que a modo de convoy andarín, partían hacia la ciudad según frecuencias horarias ya convenidas y compuestas siempre por no menos de cinco individuos, y si era posible, con la inclusión de algún mazas.
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La otra cuestión, y de gran calado, era la vuelta a casa de los estudiantes del turno de tarde. En aquellos años el Poli, aún en embrión y aislado del casco urbano, era una isla perdida prácticamente en medio de la huerta. El que su dirección postal fuera "La Senda de Vera" no era ninguna metáfora.
Así que al terminar las clases, pasadas más de las diez de la noche, y dado que todos no cabíamos en los coches y motos de los amigos más pudientes (los autobuses ni existían), los estudiantes despistados y huérfanos de transporte tenían que regresar a la civilización de la ciudad por los arrabales huertanos, miseramente iluminados, y sorteando no solo los accidentes geográficos como acequias y sembrados varios, sino también los actos no amigables de otros individuos, que obviamente no eran estudiantes sino amigos de lo ajeno, y que esperaban, agazapados, bajo el puente de la autopista A-7.
Tras las experiencias desafortunadas, y ampliamente debatidas entre los viandantes candidatos al capón y al robo, se organizaron para estas tardías y solitarias vueltas nocturnas unas unidades, que a modo de convoy andarín, partían hacia la ciudad según frecuencias horarias ya convenidas y compuestas siempre por no menos de cinco individuos, y si era posible, con la inclusión de algún mazas.
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El experimento de los semestres concluyó allá por 1976 y, sin aviso alguno, pasamos nuevamente al sistema de los cursos anuales. A mi me pilló cuando, cumpliendo la tradición del semestre repetido, iba a comenzar el tercero.
Como aquel mundo coercitivo y reaccionario estaba en las antípodas del espíritu de la misma Arquitectura, su defunción nos supuso un agradable respiro. Del aquel dislate no se supo nada nunca jamás y el programa de la experiencia piloto debió quedar perdida en algún cajón de la mesa de nuestro insigne y miserable rector.
Posiblemente cualquier universitario tenga y pueda contar otras batallitas similares. En el Poli de Valencia, en los años setenta y "por semestres", teníamos estas.
Lo malo de esos años por semestres fue que, con tanta estupidez reinante, no nos quedaba mucho tiempo para hablar de Arquitectura.
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Nota.- "El Poli" era como se conocía familiarmente, en mis tiempos, a la Universidad Politécnica de Valencia dentro de la cual estaba encuadrada la Escuela Técnica Superior de Arquitectura Valencia.
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