APUNTES PARA UNA ARQUITECTURA AUSENTE

APUNTES PARA UNA ARQUITECTURA AUSENTE



Impenitente : Adjetivo. Que persevera en un hábito.
Ausente : Nombre común. Aplicado a personas o cosas. De lo que se ignora si vive todavía o donde está



"Un artista verdadero es alguien que está preocupado por muy pocas cosas."
Aldo Rossi


"No habrá otro edificio"
Louis Kahn


“Nada es tan peligroso en la arquitectura como tratar los problemas por separado”
Alvar Aalto


domingo, 5 de febrero de 2023

NUESTRO PROMOTOR LOCAL Y SU HABITAT NATURAL



La figura del promotor inmobiliario, en este país, podría ser digna de un tratado de sociología y psicoanálisis versado en audacia y supervivencia.

Para fijar bien el término, digamos que, en el sentido clásico, el promotor inmobiliario es esa persona, física o jurídica, que arriesgando su dinero propio o buscándolo en otras fuentes, pone en marcha y desarrolla todo el proceso edilicio adquiriendo el suelo, encargando los proyectos, tramitando las licencias y contratando las obras para, finalmente, rentabilizar el producto construido.

Pero ciertamente, y sobre todo desde las últimas décadas, estas tareas se han ido alterando. Todo ha cambiado bastante. 

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Cuando, allá por los años setenta, los jóvenes arquitectos pasaban desde las cálidas escuelas de arquitectura a la frialdad de la calle, en estos lares, se estaba produciendo un fenómeno muy curioso y que venía de lejos. Todo el mundo, con posibles económicos, aspiraba a ser promotor inmobiliario. La coyuntura social y los vientos económicos parecían incitar a ello.

Y en esto se afanaban multitud de candidatos pues, para ello, solo era necesario reunir tres condiciones, si bien, no al alcance de todos y a saber : tener bastante dinero (o posible acceso a él), poseer elevadas dosis de atrevimiento, incluso rayando en la inconsciencia, y gozar de un ilimitado desparpajo verbal y existencial.

Otras gracias no eran estrictamente necesarias y las condiciones sociales de la época así lo permitían.

Y aunque por aquel entonces,  naturalmente, también pululaban en el sector gran número de empresas y sociedades “profesionales de toda la vida" y con un contrastado recorrido (en Valencia las grandes eran siete y conocidas como “los siete magníficos”), lo notorio y novedoso era tan masivo aterrizaje, ad hoc, de estos nuevos empresarios del ladrillo que surgían al calor de la rápida especulación y a la llamada del buen dinero que prometía el negocio.




¿Cuál era la profunda razón de todo esto?. ¿A qué se debía el desembarco de tanto espontaneo en tan complejo asunto?.

Las respuestas son variadas y con diversas aristas. Además de las ya conocidas y contrastadas tales como el singular periodo de desarrollo económico, iniciado en la España de los años sesenta, con la consiguiente y creciente demanda interna de viviendas y la consolidación de un turismo foráneo ansioso de asentarse por estos pagos, no se debe soslayar el espíritu de superación y de esfuerzo personal, imperante en aquellos años, que junto al legítimo deseo de la ascensión económica y social propiciaba la aparición de esta nueva clase de "gente hecha a sí misma”, en la que la intrepidez primaba tanto o más que la preparación, y que veía en este negocio un camino rápido hacia sus anhelos de prosperidad.

El sol sale cada día para todos y todo el mundo tiene derecho a su oportunidad. Y máxime cuando, en aquellos tiempos, para ser promotor inmobiliario apenas eran requeridos mayores títulos o conocimientos demostrados. Y a la vista estaba. A los arquitectos y a los demás adláteres se nos pedía cursar una carrera universitaria, algunos años de travesía por el desierto y confiarse a la suerte. A las constructoras el poner los ladrillos medianamente rectos y no escaquear mucho material. Pero para ser promotor aquí bastaba con darse de alta en el censo correspondiente y, además de creérselo, ser muy espabilado y tener siempre a mano a algún banco al que trabajarse. Y mucha labia y audacia.

Con estos requerimientos, en aquellos tiempos de bonanza del milagro económico español en que todo se vendía, rápido y sobre plano, los aspirantes a promotor se centuplicaban como moscas.

El biotipo general de este nuevo empresario era muy típico y dimanaba casi siempre de las mismas fuentes : el laborioso comerciante que había acumulado un buen capital y que leía en el periódico que la construcción era entonces el gran negocio. El industrial local, con éxito en otro sector, y con bastante dinero negro a mover. El vendedor de viviendas y fincas (entonces se llamaban corredores) que observaba en sus propios clientes el lucrativo negocio. O el acomodado heredero de bolsas de suelo urbanizable, ahora reconvertidas en suelo urbano gracias al ansiado y esperado PAI de turno. Todo el mundo era un promotor en potencia.

Y también, por supuesto, el espabilado albañil de toda la vida, curtido en mil batallas de yeso y paleta, que gracias a su nueva faceta de promotor ya veía a su alcance el mercedes y el apartamento en la playa y que, además, era la envidia de toda la familia.

De esta nueva casta los más auténticos eran aquellos a los que apodábamos como “los del purito”, dado que este era generalmente uno de sus signos identificativos : un puro pequeño, de mediano precio, siempre incrustado entre sus labios y compañero inseparable en las diarias reuniones en los bares y casinos locales, sus oficinas permanentes, donde junto con otros acaudalados cofrades se trasegaba, a golpe de talón bancario y carajillo, con el verdadero urbanismo y todo lo relacionado con la construcción de la ciudad. Eran la verdadera oficina y el auténtico poder urbanístico del lugar.

Como todo este nuevo empresariado aprendía rápido, al tiempo constituía sociedades anónimas, no anónimas, limitadas, ilimitadas o como se pudiera, y generalmente con nombres infantiles y peculiares como PRO-CO-SA, PRO-Y-CON-SA, PRO-SI-CA-SA y otros así. Y siempre, los más listos, creando una sociedad distinta para cada promoción, más que nada por aquello de minorar riesgos y responsabilidades. Y si también es cierto que nuestros intrépidos promotores se veían obligados a exponer constantemente su propio patrimonio personal en cada una de estas operaciones, ello no suponía ningún obstáculo pues siempre se encontraba la forma de que algún banco te refinanciara y así la bola seguía. Eran los tiempos del auténtico milagro económico español.

En pocos años, toda esta la sopa de letras innombrables de tan diletantes sociedades quedó mezclada y navegando con las existentes, las anteriores y las futuras, en un maremagnun que enmascaraba tanto a unas y a otras, a las buenas, a las menos buenas, a las que tenían intención de quedarse y a las que solo estaban de paso. Aquello era como la selva amazónica.

Y, a la espera del gran maná, todo este variado personal transmutado de la noche al día, se dedicaba a la tarea sin mayor ciencia y aplicando los mismos principios que en sus negocios anteriores, es decir, comprar lo más barato posible y vender, también, lo más caro posible. Y poco importaba si el final del trayecto concluía en alguna catástrofe edilicia, urbanística o económica. De arquitectura casi nunca ni se hablaba.

Pero la moneda tenía dos caras. Porque, si bien en España, la arquitectura siempre ha tenido un lado culto y de gran aportación social, ha sido durante esos años, y fruto de la espiral suicida del boom inmobiliario, cuando seguramente se han producido los mayores desmanes urbanísticos y edilicios en tantas ciudades y parajes. Y también cuando ha proliferado la cara más zafia de la arquitectura residencial y el mejor urbanismo-basura. A la vista están los cientos de kilómetros catastróficamente urbanizados en nuestras costas y la gran cantidad de penosos edificios construidos en tantas de nuestras ciudades. En el léxico de nuestro querido promotor palabras como cultura y respeto medioambiental, o no existían, o si lo estaban siempre se escribían con minúsculas.

En este desbocado “desarrollo” también participaban otros actores. Y así, en socorro de nuestro audaz promotor siempre estaban a mano unas Administraciones laxas y cómplices ante cualquier esperpento y una interesada Banca ofreciendo el dinero cual caramelos (toma el dinero y corre era el lema). Y también, el refrendo de muchos arquitectos con fustradas ínfulas empresariales (y siempre con la boca pequeña pues no resultaba muy presentable ir de progre y ser mero especulador). Y, por supuesto, las grandes, medianas y pequeñas promotoras de siempre. O te subías o perdías el tren.

El resultado de esta gloriosa etapa de imparable crecimiento, de casi cincuenta años, incluidas dos crisis de infarto por los precios del petróleo, devaluaciones varias de la moneda nacional y otras bagatelas fue que, en la España del 2009, se alcanzó la rutilante cifra de 900.000 viviendas de nueva construcción. Y cuando todos los indicadores anunciaban, con mucha antelación, lo disparatado de ello.

Con esta hiper-inflación edilicia, y tanto promotor atrapado, la burbuja estaba servida y asegurada. 

Y este era el nivel en que nos movíamos en aquellos años.

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Cuando estalló la gran crisis financiera del 2007 (con las subprimes, los Lehman Brothers y todo eso) y, de rebote, el terrermoto económico aterrizó en nuestro país, todo este mundo local empresarial, incluidas constructoras, arquitectos, aparejadores y demás monaguillos se desmoronó en veinticuatro horas y el negocio inmobiliario fue barrido por los vientos.

Y aunque algunos personajes de esta sufrida fauna lograron sobrevivir, la mayoría se fue por el desagüe, incluidos los del purito y los siete magníficos. Las malas lenguas dicen que hubo hasta quien se alegró de ello pensando que así solo quedarían los buenos de siempre y que pronto las turbulentas aguas volverían a sus cauces. Naturalmente, también se equivocaban.

Pero no hay problema. Tras más de una década desde el gran derrumbe del sector de la construcción y de años muy difíciles, que aún perduran, nuestro antiguo e impenitente promotor se adecua y mimetiza a las nuevas circunstancias y, una vez más, se adapta al nuevo hábitat. Como dice el aforismo lampedusiano : “ es preciso cambiarlo todo para que todo siga igual ”.

Ahora el gran negocio inmobiliario, el jugoso y de verdad, se sustenta mayoritariamente en grandes operaciones de sociedades promotoras con titularidades lejanas y participadas con recursos procedentes de los más insospechados orígenes : de fondos de pensiones anglosajones, de dudosas sociedades offshore, del capital soberano de Singapur, o de los inmensos recursos del último jeque de turno. 

Y nuestro promotor local de antaño, o muerto o mero apéndice de estas, se ha transmutado en un aséptico ejecutivo profesional, ahora sí con titulación y con todos los másters del mundo, que se desenvuelve como pez en agua en toda la petulante terminología del cash-flow, derivados financieros, dues diligences, bonos subordinados y en un sin fin de redes económicas desconocidas para el común de los mortales.

El del purito es ahora un CEO que ha cambiado el carajillo por el te kombucha, o por zumos de verduras y hortalizas, y que ya no transita por los antiguos bares y casinos si no que reside en impolutas oficinas acristaladas con panorámicas sobre la ciudad y desde donde, también e igualmente, se especula con el urbanismo local, si bien, con métodos más refinados y alambicados.

Estas galácticas promotoras han encontrado rápidamente el banderín de enganche del actual negocio. Arropadas por gráciles dossieres, electrizantes vídeos con realidad 3D, y toda la parafernalia publicitaria inimaginable, nos ofrecen sus nuevos "productos inmobiliarios" con todo lo que la sociedad cree que es ahora indispensable y demanda, es decir, inmuebles con el máximo ahorro energético del mundo mundial, cero huella de carbono, ecología y economía circular ilimitada y, también de paso, la asegurada victoria sobre el cambio climático. Y con certificados, super-triple A+++, hasta para las manivelas de las puertas, que cumplen toda la incomible perorata de las nuevas directivas europeas. Son, con arquitectura o sin ella, los signos del nuevo negocio.

Y aunque su actividad es, como siempre, la de trasegar con el "producto inmobiliario", la condición vocacional del nuevo promotor-ejecutivo es tan vacua que todo este aparataje le valdría, igualmente, tanto para comprar y vender alcachofas como para cualquier otra cosa.

Mirando los "productos inmobiliarios" actuales (con todos los certificados super-triple A+++), uno piensa que está muy bien eso de lo circular, los ahorros energéticos y demás gaitas, pero sospecha que, cerrado el circulo, posiblemente estemos en lo mismo de siempre pero con otros registros desconocidos. Y le asalta la duda de si el negocio no continúa en manos similares a las de nuestros queridos tahúres de antaño, ahora revestidos con tecnología super-sideral 5.0, y practicando el mismo juego de la bolita.   

Y así estamos ahora.




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