La figura del promotor inmobiliario, en este país, podría ser digna de un tratado de sociología y psicoanálisis versado en audacia y supervivencia.
Para fijar bien el término, digamos que, en el sentido clásico, el promotor inmobiliario es esa persona, física o jurídica, que arriesgando su dinero propio o buscándolo en otras fuentes, pone en marcha y desarrolla todo el proceso edilicio adquiriendo el suelo, encargando los proyectos, tramitando las licencias y contratando las obras para, finalmente, rentabilizar el producto construido.
Pero ciertamente, y sobre todo desde las últimas décadas, estas tareas se han ido alterando. Todo ha cambiado bastante.
Cuando, allá por los años setenta, los jóvenes arquitectos pasábamos desde las cálidas escuelas de arquitectura a la frialdad de la calle por estos lares se estaba produciendo un fenómeno muy curioso y que venía de lejos. Todo el mundo, con posibles económicos, aspiraba a ser promotor inmobiliario. La coyuntura social y los vientos económicos parecían incitar a ello.
Y en esta tarea se afanaban multitud de candidatos, pues para ello solo era necesario reunir tres condiciones, si bien, no al alcance de todos y a saber : tener dinero fresco (o posible acceso a él), poseer elevadas dosis de atrevimiento, incluso rayando en la inconsciencia, y gozar de un ilimitado desparpajo verbal y existencial.
Otras gracias no eran estrictamente necesarias y las condiciones sociales de la época así lo permitían.