lunes, 10 de noviembre de 2014

HISTORIAS DE LA ESCUELA DE ARQUITECTURA DE VALENCIA (2). EL DIBUJO.



En nuestra Escuela de Arquitectura teníamos un profesor de Análisis de Formas que a la goma de borrar le llamaba el lápiz negativo. Era realmente un chistoso pero se enrollaba bien y a nosotros nos gustaba. 

En una ocasión, y con afán de descubrir nuevas técnicas, nos propuso dibujar con caña. A tal efecto cada cual se consiguió su cañita (era muy fácil porque las huertas lindaban con la Escuela) y cual maestros del arte chino, o japones, grafiábamos figuras extrañas mojando la caña en la botellita de tinta china. Cada cual hacia el garabato que le parecía mas delirante y al rato semejábamos monjes del Tibet en búsqueda del nirvana. Hasta que llego el jefe del departamento, a media mañana, y llamando por su nombre exasperadamente al profesor, le dijo que ya bastaba (de aquellas sandeces quería decir).

Pero a nosotros nos gustaban estas experiencias nuevas y, además, no nos parecían sandeces. También porque como aquello no había quien lo entendiera, era imposible saber cuales eran los dibujos buenos o malos.

Estos recuerdos me hacen rememorar que es lo que se entendía por el dibujo en nuestra Escuela y como era tratado este arte por unos y otros.

Mi primer contacto con la disciplina fue cuando, el primer día de clase, una estupenda profesora nos animó a que dibujáramos lo que nos sugería las palabras "Crak" y "Aloha". Así lo hicimos y empezaron a surgir una infinidad de dibujos con cristales rotos y edificios cuarteados junto a escultóricas hawaianas y cielos azules con ristras de flores. Recuerdo que esto solo duró también hasta media mañana porque cuando llego el jefe del departamento (el mismo de antes) se acabaron estas fantasías psíquico-gráficas y tuvimos que desempolvar nuestra cajita de lápices y gomas para dibujar las tediosas sillas del aula. Nuestra proyección telúrica se acabó en apenas media jornada.

Porque lo que realmente le gustaba al jefe del departamento era el iniciarnos en técnicas más clásicas, como la sanguina o el carboncillo y sobre temas mas aburridos, como las  naturalezas muertas y cosas así, para para llegar, tras procelosos caminos, al sumun de la disciplina y consistente en dibujar la  "estatua" (cosa a la que en mi clase nunca se llegó por la escasez de tiempo del escuálido semestre docente ).

Así que, diariamente y algunos hasta con guantes de látex, dócilmente nos aplicábamos en dibujar viejas molduras de yeso floreadas o alambicados escorzos de edificios con nuestros lápices de grafito y barras sepias y sanguinolentas. Como nadie nos explicaba exactamente como se manejaba aquello, y pasábamos en un plis-lay del dibujo de las sillas del aula a estos trabajos "mayores", cada uno se defendía como podía sobre el tablero y el caballete. 

Había quienes, como espadachines, pergeñaban trazos y encajes a base de sablazos sobre el papel (Caballo). Otros, sin experiencia en esgrima, apoyábamos la mano sobre el tablero lo cual nos hacia tomar distorsionadas posturas más cercanas al kamasutra que a la elegancia con que debe manejarse un artista.

Lo malo era que aquello del carboncillo era difícilmente rectificable una vez lanzada la maldita traza por lo que, tras borrones y manchas, el bosquejo se debía comenzar nuevamente sobre vírgenes papeles. Eso si no tenias la desgracia de que el profesor de turno, en un alarde de exhibición descabellada, acabara de estropearte el dibujo con su trazo magistral. Hubo días en que, a fuerza de tan repetida maniobra, yo no pase del rotulado inicial. Como tampoco tenia experiencia y allí no se perdía el tiempo en explicaciones teóricas, los primeros dibujos de edificios me salían como si se hubieran dibujado de noche y con  las luces encendidas tras las ventanas.

Pero lo mejor era cuando pasamos al retrato (ya digo que a la estatua ni llegamos). Como no había modelo ni nada que se le pareciera, el retrato pasaba a ser más bien un autorretrato. Así que cada uno, con foto propia o con espejo (este solo lo utilizaban los más expertos), intentábamos captar nuestras facciones y rasgos. Excepto algún compañero tocado por lo divino, en general nadie se parecía a nadie ni por asomo. Había quien hasta parecía mas una vieja que a si mismo. Pero como éramos un poco pseudo-intelectuales el truco consistía en indicar que lo que habíamos dibujado no era el retrato en sí (cuestión rutinaria al fin) sino que plasmábamos lo más profundo de nuestro ser y lo más recóndito de nuestra alma. Como esto a veces no colaba, el descalabro estaba asegurado (aunque el profesor tampoco nos enseñó nunca su propio autorretrato que decía tener).

Tras todo este infructuoso aprendizaje en interiores, que se practicaba durante el primer semestre, en el segundo salíamos a la calle para croquizar. Y entonces, con guantes y bufanda, o camiseta y chanclas, según la estación del año, se comprendía la dureza de la disciplina.

Los temas solían ser florones o pilastras diseminadas por aquí y por allá en parques y jardines y, hacia el final del semestre, portadas de iglesias o fuentes exuberantes y barrocas. El material de trabajo era una lámina de papel (Guarro) que se apoyaba sobre el ambulante tablero de madera (tamaño A3). La técnica consistía en saber deslizar bien el portaminas sobre el canto del tablero mediante los dedos anular y corazón para que las líneas salieran los más rectas posibles. La postura era incomoda y más parecíamos estar acunando y meciendo el papel y el tablero que dibujando formas clásicas.

Como los croquis tenían que ser perfectos, y parecerse más a un trabajo delineado con paralex y escuadra que a una toma de datos, la técnica perfecta solo se conseguía tras mucha repetición en horas extraescolares, algún que otro semestre repetido, y muchas tiritas de gasa sobre los sufridos dedos.

Pero lo más esperpéntico del croquizado era el tema de las proporciones. Este era un aspecto en el que no se admitía ni el error más mínimo y donde la escabechina era general. Por supuesto, no se nos hablaba de los ordenes clásicos, ni de sus nombres y proporciones, y sospecho  que algún enseñante aún debe creer que los ordenes arquitectónicos son solo tres. 

Tal como los repetidores nos transmitían de su experiencia, lo importante, más que saber dibujar sobre el afilado tablero, era saber con antelación que tema se iba a dibujar. Así que cuando se nos citaba en una u otra esquina de cualquier calle de la ciudad, durante los días anteriores a la la fatídica clase semanal de croquizado, un rosario de aprendices de la cofradía del dedo deslizante sobre el tablero, recorríamos las proximidades del punto de concentración buscando todas las bancadas, fuentes o portadas cercanas para medirlas (con metro) y tener las deseadas proporciones exactas.

Hasta existían unos secretos libritos de apuntes, con los croquis habituales acotados y medidos, que pululaban silenciosamente entre los alumnos y que se intercambiaba como cromos. Hubo quienes los memorizaban tan magistralmente que sabían decirte, sin titubear, la relación entre el zócalo y el fuste de tal columna, o la altura de una hornacina, de una metopa o de los triglifos de cualquier portada. ¡ Aquello si que era autoerudicción y aprendizaje por pura repetición !. Y para triunfar en estas clases de croquizado era casi necesario un cursillo previo de técnicas de memorización. Los que éramos incapaces de almacenar tanto número usábamos mini-chuletas acotadas que se manejaban semiocultas entre el tablero, los guantes, la bufanda y el portaminas.

Tras tanta guisa, y con los croquis grafiados y proporcionados con con una seguridad matemática y con la precisión de un relojero suizo, la sorpresa y el esperpento se producía cuando en la corrección de la semana siguiente el profesor te decía que aquello no estaba bien proporcionado y te ponía un cero (o un uno). Los suicidios mentales, por material incomprensión, eran muy generales. Y, a la vista de lo que sucedía, el desconocimiento del profesorado que nos tocó por aquellos tiempos, mayor.

Y en estas andábamos. Tras todas estas batallitas, desgraciadamente, ya no habían más asignaturas de dibujo en los cursos siguientes y cada uno se las tuvo que arreglar como pudo. La deseada expresión gráfica se quedó, en mi caso, en puro balbuceo.




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