En la Escuela
de Arquitectura nos enseñaban que no había obra pequeña y que toda edificación,
por mínima que fuera, tenía su corazoncito. Esta máxima de mimar lo minúsculo la
contemplábamos tambien en los grandes maestros y la admirábamos en la Petit Maison de Le Corbusier, en el Teatrino flotante de
Rossi, o en las viviendas mínimas de Dammerstok de Walter Gopius.