Oporto, siendo la segunda ciudad de Portugal, no deja de ser un entresijo de calles que suben y bajan entre un cúmulo de edificios agónicos y perdidos. Y sus pedanías cercanas resultan ser pequeños pueblos anónimos y de menor carácter. En toda esta área solo dos elementos añaden la peculiaridad a la zona: el Duero y el Océano Atlántico.
Por ello a uno le sorprende, gratamente, el hecho de que en esta pequeña y olvidada zona se concentre, en la actualidad, la densidad más elevada de obras maestras de arquitectura por metro cuadrado de territorio existente.
Resulta inaudito que en este país, y en particular en esta ciudad y en sus aledaños, donde la orfandad de medios es patente, y donde solo se aprecian los frutos de una herencia dormida y cansada tras los años pasados de prosperidad y pujanza, aparezcan entre los barrios degradados y los inmuebles en ruinas, un rosario de edificios de incomparable calidad.
Y aun resulta más inquietante que Siza y Souto de Moura, dos premios Priztker, y Fernando Távora, patriarca y mentor de ambos hasta su fallecimiento en el 2005, residan y tengan su estudios profesionales, en la misma ciudad y en el mismo edificio.
Toda esta conjunción es tan notable que incluso ha propiciado un conocimiento arquitectónico de primer nivel en el personal autóctono, de forma que hay que andarse con mucho cuidado. Tras cualquier nativo se esconde un experto en arquitectura moderna. El camarero del barecillo más modesto, el taxista, o el conserje del hotel te hablan de Távora, de Siza, de Providenza, o de Cristina Guedes como si se trataran de unos primos cercano, o de los amigos con los que acaban de tomar una copa. Y desde luego, sus obras se las conocen al dedillo.
¿Cual es la causa de tan especiales circunstancias?. ¿Como es posible este cónclave arquitectónico en un espacio tan relativamente reducido?.